Por Marcelo Birmajer
Buena parte del cerebro de los seres humanos del actual Occidente está
ocupado por la memorización de claves. Se precisan claves para
habilitar la computadora, el celular, el Ipod, el Ipad, el Smart TV, el
estéreo del auto, para chequear mails, para entrar a las cuentas
bancarias, para instalar un softword, para comprar por Internet, para
el envío a domicilio en el supermercado, para consultar la tarjeta de
crédito, para acceder al servicio técnico de una compañía.
La lista completa ocuparía varias páginas, y me olvidé la clave que me
permite escribir más de diez páginas en este sistema operativo. Algún
desavisado podría pensar que bastaría utilizar la misma clave en todos
los casos para dejar más espacio cerebral vacante. Pero es una ilusión
infantil: cada servicio requiere de una clave distinta; algunas piden
letras y números; otras, versos rimados que terminen en jota. No se
puede poner fecha de cumpleaños, ni la edad de tu tía, ni ningún número
que figure en tu DNI, teléfono o chapa de casa. Tampoco un número en el
que hayas pensado con demasiada asiduidad. Ni el número de integrantes
del grupo Quilapayún. En cierto momento me comenzó a causar gracia
esta obsesión por la seguridad.
Tengo la horrible sospecha de que el próximo chorro que se quede con mi
computadora o celular, por muy ocurrentes que sean mis claves, no
tendrá que aprenderse de memoria
El hombre que calculaba para
poder usar cualquiera de esos dos artefactos. En el siglo XX, las
claves eran patrimonio de los espías o de los propietarios de cajas
fuertes. Houdini era capaz de adivinar la clave de una caja fuerte
escuchando atentamente el sonido. Pero la clave era algo reservado a una
ínfima y sofisticada elite. Recién en los primeros años del siglo XXI
comenzaron a aparecer los personajes de cine capaces de adivinar claves
simbólicas recurriendo a los pocos datos conocidos del creador de la
clave: una fantochada inverosímil. Ni el creador de la clave la
recuerda, mucho menos la adivina otra persona.
El asunto es que ya superada la primera década del año 2000, la mayor
parte de los cerebros de los seres humanos de los países occidentales
se han convertido en esponjosos basurales de claves, vías lácteas
inútiles de letras y números inconexos, que tienen prohibido sucederse o
conformar palabras o cifras comprensibles. Somos una sarta de
mamertos. Los zombies clave van por las calles chocándose unos con
otros, repitiendo X o triples ceros. Ya ni siquiera recuerdan para qué
servía la clave, lo importante es memorizarla en sí misma. Es como un
mantra o un haiku.
La clave que por lejos más me divierte es la del acceso a Internet en
los bares. Cuando se le pregunta al mozo cuál es la clave para entrar
al Wi-Fi, nos la susurra, mirando para sus costados, temeroso de que
algún extraño también la escuche. Pero… ¿quién la puede escuchar si no
uno de los tantos comensales, vecino de mesa, a quien acaba de
revelársela hace un segundo? También la puede acercar en un papel,
señalándola con cautela, como un mensaje escrito en tinta invisible. Es
el número de teléfono del local, o la dirección. Pero nos sentimos
parte de una conspiración internacional. Nos ha revelado un código
nuclear Miguel Strogoff en persona.
Se supone que el rigor áulico con que protegen la clave del bar obedece
a que no la consiga alguno de los locales cercanos y, deshonestamente,
ofrezca gratuitamente Internet a sus propios parroquianos. En esta
situación me vi inmerso contra mi voluntad el pasado jueves. Carente de
luz en mi oficina –evidentemente, debido a las altas temperaturas,
como nos explicaron en el verano–, busqué reparo en un bar de la calle
Lavalle. Cuando consulté al mozo por el Wi-Fi, me dijo que no tenía,
pero, agregó suspicaz, podía darme la clave del vecino. Me negué a
participar de la maniobra. El mozo me ofreció conectar él mismo mi
computadora para que yo no me sintiera culpable. Pero como también me
negué, retiró su propio celular con acceso a Internet de su bolsillo
para demostrarme lo fácil e indoloro que era colgarse de la Wi-Fi del
vecino. Cuando su conexión no dio resultado, exclamó:
"Este hijo de puta me cambió la clave de nuevo".
Acto seguido, se marchó rumbo al bazar de enfrente, enterándome
entonces de que esos eran los legítimos poseedores online. Como el mozo
tardaba en regresar, pregunté al hombre de la barra si le pagaba a él,
y también por el mozo esfumado.
Lucho por una clave para todos, por una Wi-Fi libre y soberana –me
respondió–. ¿Por qué el que la paga debe ser el único con derecho a
usarla? Nos representa a todos. No creo que volvamos a verlo.
Curiosamente, me cobró hasta el último centavo de mi consumición.
Fuente:
Clarín