Mi hijo menor, después de siete años en una escuela primaria que se
debatía entre malentendidos pedagógicos, encontró al fin un plan de
lectura en su debut secundario. Típico “chico pantalla”, se enfrentó
-acaso tardíamente- al desafío de los libros, objetos anacrónicos que,
para mi preocupación, miraba con recelo. La experiencia fue
sorprendente: disfrutó, y mucho, de “Mi planta de naranja lima”, de
Vasconcelos, “El centroforward murió al amanecer”, de Cuzzani, y “El
caballero de la armadura oxidada”, de Fischer. Ninguno es una adaptación
del “Call of Duty” o del “GTA”, más bien todo lo contrario: se trata de
propuestas clásicas que no pretenden (ni pueden) rivalizar con el
chisporroteo visual de la Play. Yo, cuando escribo novelas infantiles,
no pienso en librar una batalla contra la tele y las consolas. Sigo,
apenas, la máxima de John Gardner, el maestro de Raymond Carver: “Un
personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que
encuentra (en la que quizá se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde
o se inhibe”. Desde luego, puede salir mejor o peor. Pero ante el dato
evidente de que los pibes leen y comprenden poco, el gran error sería
echarle la culpa a la literatura y no a la forma de enseñarla. Me consta
que no hay género más dinámico que el infantil-juvenil. Las editoriales
vuelcan al mercado cientos de novedades al año, relanzan clásicos y,
aunque sea desde la lógica del negocio, trabajan activamente con las
escuelas y se vinculan con docentes y bibliotecarios. Además hay un
Estado que compra y distribuye en cantidad. El déficit, entiendo, se da
en la familia (me hago cargo de lo que me toca) y, sobre todo, en el
aula, que a veces encuentra comodidad en el nuevo paradigma que pone a
la exigencia académica en segundo lugar.
*Ganador del Premio de Literatura Infantil Sigmar 2013.